domingo, 22 de abril de 2012

ABIERTO TODA LA NOCHE

Abierto toda la noche En Panamá, durante la estación seca, el árbol balsa abre sus flores al ponerse el sol para alimentar a un caleidoscopio de especies. Las ramas del noble espécimen que contemplo se comban bajo el peso de cientos de flores en diversos estadios de maduración: capullos de color marrón que parecen gigantescos bastoncillos para los oídos; volutas sin abrir con sus cabezas cremosas como helados de vainilla, y flores maduras, que, dado que se abren de noche, justo ahora empiezan a desplegar sus cinco pétalos car¬nosos para revelar un estambre cubierto de polen en medio de un estanque de néctar de dos centímetros de profundidad cuya consistencia se asemeja al jarabe. Cada vez más y más pétalos… De las ramas bajas asciende un gran alboroto, un torrente de chillidos, arrullos y cuchicheos: son los monos capuchinos. Famosos por su gran astucia y habilidad, son los equivalentes de los chimpancés en el Nuevo Mundo. Y cuando en Panamá llega el happyhour, ellos son los primeros en acudir al bar, una fila de 25 ejemplares en busca de las primeras rondas. Los adultos jóvenes y los impetuosos adolescentes van delante, y las madres con sus crías colgando, detrás. Unos cuantos se detienen para lanzarme una agresiva sonrisa simiesca, pero la mayoría van directos a sus asuntos. Cogen las flores maduras por los bordes, meten la cabeza dentro y, con la intensidad de un vampiro, apuran su dulce contenido. Cuando levantan la vista, tienen el hocico manchado de polen, lo cual es, desde el punto de vista del árbol, el objetivo de sus flores: llamar la atención de un polinizador el tiempo suficiente como para que el animal no pueda evitar quedar cubierto de lo que vendría a ser el semen de una planta. Si todo va bien, el polen acabará depositado en las partes femeninas de las flores de otro árbol balsa. El intercambio es sencillo: tú bebes por cuenta de la casa, y mis gametos viajan adheridos a tu cara. El sol se pone, un par de tucanes sobrevuela ruidosamente nuestras cabezas, y los monos diurnos empiezan a marcharse hacia sus nidos para pasar la noche. Han sido glotones y descuidados, pero el árbol ni siquiera se inmuta. Enseguida rellena las flores manoseadas con nuevas dosis de néctar y hace que se abran más capullos. El bar Ochroma acaba de abrir. Durante toda la noche y la mañana siguiente, los árboles balsa de la isla y los de la cercana tierra continental serán anfitriones de un reparto sorprendentemente extenso y variopinto de personajes: mamíferos, aves, anfibios e insectos. Unos cuantos clientes me resultan familiares: un primo cercano de la zarigüeya, a la que en Estados Unidos es habitual ver merodear por los cubos de basura, parece estar a sus anchas en los trópicos y le encanta el sabor del jugo del árbol balsa. Otros son increíblemente raros: si tuviéramos la suerte de atisbar al olingo de cola tupida, un pariente lejano del mapache, cuando se desliza entre las ramas tan silenciosamente como una mancha de aceite, nos daríamos cuenta de lo poco que todavía sabemos de los diversos habitantes de nuestro planeta. Ochroma se las arregla para atraer a su clientela gracias a un simple truco oportunista. Florece al final de la estación lluviosa, cuando otros muchos árboles están en período de latencia y ya no dan frutos. Como resultado, los animales, que ya no encuentran higos o nueces, no tienen más remedio que alimentarse del néctar y el polen del árbol balsa. Quizás un pobre alimento, en comparación, pero que de todos modos posee valiosas calorías. Un árbol balsa en flor es como una charca de agua en el desierto. Si nos arrimamos a él y permanecemos ahí el rato suficiente, podremos ver cómo los sedientos habitantes del bosque lo vacían ante nuestros ojos. De la familia de las malváceas, el árbol balsa vive deprisa y al límite. «Es una de las primeras plantas en la sucesión ecológica –dice Joseph Wright, ecólogo del Instituto Smithsonian de Investigaciones Tropicales (STRI, por sus siglas en inglés)–. Llega y se establece en claros del bosque donde otros árboles han caído o en pastos abandonados. Allí donde hay nuevos terrenos, Ochroma es la primera planta alta y leñosa que los coloniza.» El árbol crece «con increíble rapidez», añade, y en 10 o 15 años puede llegar a los 15, 20 o 30 metros de altura. Alcanza semejante tamaño sin preocuparse por el peso de su madera. Solo la jacaratiá, un pariente de la papaya que es más bien un arbusto, tiene una madera más ligera. Una astilla del árbol balsa flota mejor que un corcho: es cinco veces menos densa que el agua, el corcho solo cuatro. Los árboles balsa son pioneros y forman los primeros parasoles bajo los cuales surgen nuevas manchas de bosque. A su amparo pueden crecer árboles más densos a un ritmo más pausado. Pero es duro ser pionero, y muchos no viven más de 30 o 40 años. No tienen tiempo que perder. Deben reproducirse. Por eso a partir de los dos años producen grandes y llamativas flores con generosas raciones de néctar. En el transcurso de una sola noche un árbol balsa en flor puede sintetizar un litro o más de ese néctar tan característico, una compleja mezcla de azúcares y compuestos aromáticos que aún ha de ser analizada químicamente, pero que en opinión de esta inexperta catadora de néctares sabe más o menos como un jarabe dulce de setas. Y ahora un pequeño misterio. ¿Por qué sus flores desabotonan de noche? En general, árboles y plantas abren sus capullos para atraer a sus polinizadores preferidos. Los que lo hacen de día intentan cautivar a aves, abejas, mariposas y mariquitas; los que abren sus flores de noche reciben la visita de polillas, grillos, saltamontes y pequeños mamíferos. Los científicos supusieron durante mucho tiempo que el objetivo del árbol balsa eran los murciélagos. La hipótesis te¬¬nía sentido: estos mamíferos son nocturnos, la mayoría son ávidos nectarívoros y pueden alcanzar fácilmente las flores más altas de un árbol. Roland Kays, investigador del STRI, está entre los que ahora cuestionan esa creencia. Kays y sus colegas observaron el movimiento de animales en cuatro árboles balsa durante la época de la floración, y solo vieron un puñado de murciélagos, que realizaron breves visitas a las flores, pese a que estos animales abundan en la región y a menudo forrajean en otras plantas. ¿Cómo explicar, pues, la apertura nocturna de las flores del árbol balsa? Los insectos nocturnos, como las polillas, no necesitan ser atraídos por bebidas de trago tan largo. Los monos capuchinos aprecian el néctar de este árbol, y ponen de su parte para diseminar sus genes, pero se cree que solo son polinizadores secundarios. Si Ochroma hubiese evolucionado para seducir a estos primates o a otros forrajeadores diurnos como principales polinizadores, no esperaría a última hora de la tarde para empezar a servir bebidas. Kays sospecha que los polinizadores principales deben de ser dos mamíferos arborícolas poco conocidos y aún menos estudiados: el kinkajú y el olingo de cola tupida, parientes lejanos del mapache, el basarisco y el panda rojo; análisis genéticos recientes han demostrado que estos comparten a su vez un parentesco distante. Sin embargo, como resultado de sus comportamientos vitales similares, el kinkajú y el olingo han evolucionado de manera que su aspecto y su forma de actuar se asemejan como si fueran especies cercanas. Ambos tienen la piel brillante, de un color miel que se confunde con la corteza de Ochroma, colas largas y grandes ojos de visión frontal perfectos para enfrentarse al desafío visual que supone moverse por los árboles de noche. Sus dietas son casi idénticas, y los dos son arborícolas. Nacen, comen, duermen, pelean, se aparean y mueren en los árboles. «Apuesto que la mayoría no toca nunca el suelo en sus 20 o 30 años de vida –apunta Kays–. No tienen ningún motivo para hacerlo. Es muy peligroso.» Y todas las noches, durante la estación seca, uno sabe dónde encontrarlos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario