Debajo del parque de Yellowstone, una monstruosa pluma de roca caliente levanta la tierra y la hace temblar. Las pasadas erupciones tuvieron una potencia comparable a la de mil montes Saint Helens. El futuro es imprevisible.
El 29 de agosto de 1870, un teniente del ejército de 30 años de edad llamado Gustavus Doane, integrante de una expedición de reconocimiento a la región de Yellowstone, en el territorio de Wyoming, trepó hasta la cumbre del monte Washburn, sobre el río Yellowstone. Mirando al sur, notó que faltaba algo en un tramo de las Rocosas: las montañas. A lo largo de muchos kilómetros, las únicas elevaciones se erguían a lo lejos, formando un paréntesis en torno a una extensa cuenca boscosa. Doane concibió una sola manera de explicar ese vacío. «La gran cuenca –escribió– fue antiguamente el vasto cráter de un volcán hoy extinguido.»
El teniente estaba en lo cierto: Yellowstone es un volcán, y no un volcán cualquiera. El par¬que nacional más antiguo y famoso de Estados Unidos se encuentra justo encima de uno de los mayores volcanes de la Tierra. Sin embargo, Doane se equivocó en un aspecto crucial. El volcán de Yellowstone no está extinguido, sino inquietantemente activo.
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