Me apresuro a aclarar que no considero este asunto una cuestión exclusivamente religiosa. La experiencia en otros lares y en varios continentes da para asegurar que pueblo que da la espalda a su memoria y a sus esencias, pueblo que se la pega contra los acantilados del tiempo.
Si uno fuera supersticioso, cosa que no es aunque meigas haberlas haylas, tendería a creer que a los malagueños se nos metió el bajío hace exactamente ciento dieciocho años. Esa fecha, 1887, alguien (o álguienes) consideró que el cuarto centenario de la toma de Málaga por los Reyes Católicos era una buena ocasión para desterrar de nuestros usos y costumbres la tradición más antigua y sólida de toda Andalucía, la única que de verdad había sobrevivido a la dominación musulmana sin altibajos. Ese alguien, o álguienes, aceptó como válido y como única verdad el exabrupto de Guillén Robles (un historiador poco riguroso que, sin embargo, goza entre nosotros de veneración inmerecida), que con una interpretación errónea del himno que cantaban los trescientos cristianos malagueños cuando llegaron Fernando e Isabel, afirmó con rotundidad que Ciriaco y Paula eran ¿tunecinos!
La Iglesia se apresuró a desmentirlo, pero él se quedó tan campante. Lamentablemente, el efecto de su afirmación fue como el de la penicilina. Pervivieron los anticuerpos antimartiricos y cierta sociedad malagueña no muy consciente de lo que hacía decidió borrar 16 siglos de tradición, 1.600 años de historia. Empezaron por descafeinar la que había sido desde 1507 la fiesta mayor de Málaga, para convertirse pronto, y durante casi tres siglos, en la feria más famosa de España y por ello es por lo que se bailan malagueñas en varias regiones, como Murcia y Canarias, y también al otro lado del Atlántico, en Cuba, Venezuela y México. Y acabaron por descafeinarla del todo inventándose unos festejos de agosto que ya vemos a cuán altas cotas de originalidad, influencia malagueña y difusión internacional han conducido.
Más adelante, fueron borrando referencias a los Martiricos, de modo que modernamente, hay inclusive articulistas famosos que ignoran que nuestros patronos, los únicos patronos -no depuestos- de la ciudad de Málaga, son los santos Ciriaco y Paula.
Como uno no es supersticioso, no cree que tuviera nada que ver con el desdén hacia nuestros lares que, inmediatamente después del exabrupto, la filoxera se comiera la mitad de la economía malagueña; que las acererías de Heredia, una vez arrasados todos nuestros bosques, se fueran a pique; que las holandas de los Larios fueran desterradas de los mercados por los chicos del Llobregat; que viniera la riá de 1907. Y ¿para qué seguir? Como uno es racionalista y considera inapropiado dejarse impresionar por tantas coincidencias, acepta que tal vez se trate de un malbajío puramente racional y unos duendes con corbata de ejecutivos de gran almacén.
Según aquel himno que heroicamente conservaron los trescientos cristianos que sobrevivían en la Málaga musulmana en 1487, y según sus tradiciones orales, los Martiricos fueron lapidados y luego quemados en la confluencia del Guadalmedina con el Arroyo de los Ángeles. De ahí que el parque vecino se denomine «Martiricos». Según el mismo himno, fue en 303 (cuando ya existía un obispado en Málaga, mucho antes de que Granada, nuestra capital eclesiástica, fuese fundada) o 305 cuando esos hermosos jóvenes llamados Ciriaco y Paula decidieron desobedecer a un tal Silvano, negándose a adorar a Juno para persistir cabezonamente arrodillándose ante la cruz.
Diecisiete siglos justitos y cabales. Mil setecientos años de la más vieja y persistente tradición de toda Andalucía. Diecisiete siglos que hubieran debido valer para un año de conmemoración, de celebraciones, de inauguraciones y de fastos, que habrían podido traer a la ciudad muchos más beneficios que ciertos proyectos inverosímiles.
Pero es que alguien «desaparició» oficialmente la fiesta hace algunos años. Y tal como vemos el devenir de las cosas, y a pesar de que Ciriabo y Paula siguen figurando sobre una almena de Gibralfaro en nuestro escudo oficial, parece que alguien los hubiera despeñados de lo alto de la torre.
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