jueves, 25 de noviembre de 2010
UNA VISIÓN POÉTICA DE LA HISTORIA DE MÁLAGA
Antes de que vinieran los fenicios a esta tierra, cuenta la leyenda que un rey de aquel primer pueblo malagueño, que la historia llamó BÁSTULO, había perdido a su hijo mayor. Perdido en el sentido literal de la palabra, o sea, que el muchacho se había internado por la selva del Guadalmedina arriba y luego de dos lunas no había regresado.
La selva que cubría de manera exuberante los montes de Málaga estaba llena de espíritus en sus abundantes cascadas, y hasta cataratas, de un Guadalmedina que entonces fluía perpetuo y bastante caudaloso.
Proliferaban los rincones umbríos en la densa floresta, las oquedades de las quebradas boscosas parecían albergar dioses o diablos; era la selva del Guadalmedina un lugar escarpado y misterioso, rico en sugestiones, espejismos y alucinaciones, y más rico aún en peligros espeluznantes.
Y no sólo peligros de los que recrea la mente, sino también peligros reales, porque en la selva del Guadalmedina vivía toda clase de animales, algunos muy feroces.
Por consiguiente, se trataba de una comarca que resultaba magnéticamente atractiva para los jóvenes, tan amantes de aventuras.
Los bástulos, los primeros malagueños que documenta la historia, se pintaban profusamente el cuerpo de azul, se supone que mediante tatuajes muy densos.
El príncipe, que acababa de alcanzar la edad núbil, se hizo tatuar todos los símbolos mágicos que conocía. Soportó los dolorosos pinchazos sin un gemido y, una vez que el hechicero cubrió su piel de trazos azules, de modo que apenas podía vérsele algún retazo sonrosado, se internó en la selva del Guadalmedina, río arriba.
Pasados sesenta días, dos lunas completas, el rey, su padre, desesperado y roto de dolor por la ausencia, comenzó a ofrecer sacrificios a todos los dioses y demonios que conocía, porque el príncipe era su único hijo varón y sabía que todos sus parientes permanecían al acecho, con objeto de quitarle el trono al primer descuido.
Mandó el rey que ardiera en lo alto de Gibralfaro una inmensa hoguera día y noche, sin pausa, con la esperanza de que el humo de día, y la luz de noche, sirvieran a su hijo de guía para encontrar el camino de regreso.
La hoguera envolvía toda la cumbre del monte como una gigantesca corona, para que fuera visible desde cualquier mirador de la escarpada selva de los montes.
El príncipe se encontraba hambriento y casi moribundo luego de haber buscado mil veces el camino de regreso sin encontrarlo... y una noche creyó soñar. Desde el claro del bosque donde se había recostado, dispuesto a prepararse para morir, descubrió de pronto allá abajo lo que parecía una corona de fuego suspendida sobre el mar.
Era casi al amanecer. El príncipe permaneció con la mirada fija en aquella corona hasta que comenzó a rayar el alba.
Conforme la luz del día fue haciéndose más intensa, el príncipe comprendió que aquella especie de diadema coronaba a su ciudad y, por lo tanto, le señalaba el camino de regreso.
Con los ojos anegados de llanto, se arrodilló y alzó los brazos hacia Málaga. Inspirado por la corona de fuego, la llamó Reina y así se llamó la ciudad desde entonces. REINA
...
El príncipe bástulo debió de ver y sentir Málaga como la contempló y sintió Vicente Aleixandre:
Siempre te ven mis ojos, ciudad de mis días marinos
colgada del imponente monte, apenas detenida
en tu vertical caída a las ondas azules,
pareces reinar bajo el cielo, sobre las aguas...
...
"Lo mejor del recuerdo es el olvido", dice un inolvidable poema de Manuel Alcántara.
"Málaga naufragaba y emergía", dice a continuación, con una frase afortunada que nos hace revivir la sensación que uno experimenta cuando contempla esta tierra entre ola y ola, cuando nada o rema cerca del rebalaje, que es lo que han debido de sentir también todos los que han llegado hasta nosotros a lo largo de los siglos.
Sirve asimismo la frase para recordarnos que Málaga naufraga y emerge reiteradamente a lo largo de su historia, con etapas brillantísimas que son seguidas de aparentes eclipses, esplendores a los que suceden etapas de mala fortuna.
¿Estamos ahora naufragando o emergiendo?
¿Naufragamos o emergimos a continuación de los bástulos?
Entonces, vinieron los fenicios.
Afirman los historiadores que fundaron primero Gades, la actual Cádiz, y habrá que creerles. Ellos, los gaditanos, por lo pronto han celebrado ya su trimilenario.
Pero... ¿no les parece que la lógica de la procedencia de las naves fenicias haría sospechar que pudieron llegar primero a Málaga que a Cádiz?.
El país de los fenicios era la actual Líbano.
En aquellos tiempos, las naves con que se movían las distintas culturas por el Mediterráneo no eran trasatlánticos ni petroleros, ni ferris. Eran apenas cáscaras de nuez, que naufragaban por doquier, gracias a lo cual se conservan muchas de las mejores muestras del arte antiguo que conocemos, piezas artísticas que han sido rescatadas del fondo del mar, de navíos hundidos.
Concretamente, los fenicios se desplazaban en barquitos con ojos pintados en la proa que, luego de casi tres mil años, continúan siendo la herencia más palpable que conservamos de ellos.
Nuestras jábegas, esos barquitos malagueños de remeros impares, que pueden ser nueve, once o trece, eran el medio de transporte de aquellos comerciantes fenicios que llegaron aquí en busca de riqueza y se enamoraron tan profundamente de esta tierra, que decidieron quedarse.
Siendo tales pequeñas naves su medio de navagación, cabe suponer que no realizarían grandes travesías, sino que irían caboteando, de refugio en refugio, por toda la costa mediterránea.
Por consiguiente, es lógico pensar que debieron llegar aquí antes que a Cádiz.
Es lógico suponer que pudieron fundar aquí una aldea antes que en Cádiz.
Es más que lógico pensar que, siendo como eran más negociantes que guerreros, ni siquiera fundaron la primitiva ciudad de Malaque, Mainake, Malaca o Malach, sino que influyeron comercialmente en la aldea bástula que ya existía en la tierra malagueña, la desarrollaron, la embellecieron y la refundaron como propia de su cultura.
Tenemos todo el derecho del mundo a creer, con bastantes garantías, que Málaga es la ciudad más antigua de Andalucía y si no es la más antigua, sí nació antes que casi todas las demás.
Es Málaga una vieja, viejísima ciudad. De siempre guapa y de siempre deseada; deseada, poseída y muchas veces arrasada por todas las culturas que han prosperado en nuestro mar Mediterráneo. Pretendida como una mocita en flor, conquistada como quien busca el paraíso.
Aquellos primitivos fenicios gustaban del color púrpura.
Málaga, entonces mucho más que ahora, era un lugar donde abundaban los búzanos, esa deliciosa bomba de sabor a mar que nos estalla en la boca y que fue la materia prima con que los pueblos mediterráneos antiguos fabricaban el color rojo púrpura.
Así que es probable que Málaga, antes que lugar de salazón de pescado, como se ha dicho, fuera una especie de tintorería donde los fenicios obtenían el color que más amaban y que nos han dejado en herencia en nuestra bandera verde y púrpura.
El rojo púrpura, junto con las jábegas, es otra prueba de que nuestro origen fenicio continúa vivo.
Pero la prueba fundamental es el nombre.
Málaga, que significa REINA, es también una palabra de origen fenicio y, es probable que no fuera otra cosa sino la traducción a su lengua del nombre que la ciudad ya tenía en el idioma de los bástulos.
...
Allá por el comienzo del siglo cuarto, era Málaga una próspera, importante y culta población romana. LLamada Municipio Flavio Malacitano, como todos ustedes saben poseía una especie de constitución propia, la Lex Flavia Malacitana, y era una hermosísima ciudad, con sus baños y su teatro, con su foro y sus templos, entre los cuales destacaba el dedicado al dios Plutón, el que mayor veneración recibía en aquella ciudad que ya comenzaba a desbordar el monte de Gibralfaro y se desparramaba en terrazas hacia lo que ahora conocemos como calle de San Agustín.
En aquella ciudad blanca y luminosa, poblada de cipreses y laureles, vivían dos jóvenes hermosos que se amaban tiernamente.
Ciriaco se llamaba él y Paula se llamaba ella.
Decían los malagueños en tiempos de mi bisabuelo que entre el arroyo de Los Ángeles y el Guadalmedina, más o menos donde ahora se encuentra el colegio del Mapa, algunas noches de verano brillaban dos luces, como de fuego fatuo. Hasta hay quien asegura que, aún en la actualidad, es posible ver esas luces ciertas noches de junio, si se mira con atención y, sobre todo, si se mira con los ojos del alma.
Pues bien. Hay todavía quien afirma que esas luces misteriosas, que no todos pueden ver, que sólo pueden ver quienes conocen el amor al amor, señalan el lugar donde aquellos dos jóvenes malagueños fueron martirizados.
El martirio fue espantoso.
En tiempos de las persecuciones contra los cristianos que ordenaron los emperadores romanos Diocleciano y Maximiano, había en Málaga un juez más bien severo y hasta un poquillo malapipa.
El juez se llamaba Silvano y silbaba lo suyo. O sea, que pitaba un rato largo, porque era uno de los que más mandaban aquí.
Se enteró Silvano de que había en la ciudad una pareja de enamorados que no sólo eran guapos, ricos y populares, sino que habían tenido el descaro de convertirse al cristianismo.
En sus casas había esclavos, naturalmente, y, como decía un alumno del profesor Díez Jiménez en la Antología del Disparate, "los esclavos eran libres de comer o no comer, y si hacían huelga de hambre, se morían".
En serio. Tanto Ciríaco como Paula tenían esclavos y se empeñaron en liberarlos.
Imagínense ustedes qué ataque tan monstruoso al sistema establecido. Mientras la travesura consistiera simplemente en decir que habían abrazado una religión exótica, bueno... Pero empeñarse en hacer cosas tan revolucionarias como respetar la libertad de sus semejantes...
Así que el tal Silvano mandó llamar a Ciríaco y Paula para echarles la bronca. Pero como eran jóvenes, y un poquillo cabezones, dijeron que nones cuando el juez les exigió adorar a los dioses romanos y sacrificar en honor de Plutón.
Aunque trató a lo largo de varios días de convencerles, Silvano acabó hartándose y finalmente mandó que Paula y Ciriaco murieran apedreados, atados a dos palmeras que había junto al arroyo de los Ángeles.
Así se hizo. Pero, luego, para impedir que los cuerpos fuesen venerados como mártires, los centuriones quisieron quemarlos, para que desaparecieran.
Pero en cuanto encendieron la hoguera, el cielo se cubrió de nubes y al instante siguiente, cayó una lluvia torrencial, de modo que no fue posible volver a encender el fuego.
Así lo relataba un himno religioso que los trescientos cristianos que había en la Málaga musulmana cantaban todavía cuando los Reyes Católicos tomaron la ciudad, mil doscientos años más tarde.
Admirados porque esa tradición se hubiera conservado tanto tiempo, los Reyes Católicos mandaron construir la iglesia de los Mártires, ordenaron que Ciriaco y Paula figurasen en el escudo de nuestra ciudad y fundaron la fiesta mayor de Málaga, que sigue siendo oficialmente la misma, la fiesta del l8 de junio.
Por lo tanto, la de los Santos Mártires es la tradición más antigua con que cuenta Málaga. 1.692 años se cumplen el próximo 18 de junio.
Es la de los mártires Ciríaco y Paula una tradición que está presente en todas las cosas malagueñas, en el escudo, en el paseo llamado en su honor de "Martiricos", en la calle de los Mártires y en la parroquia del mismo nombre.
Tenemos los malagueños la fortuna de contar con una de las tradiciones más antiguas y permanentes de España, y nuestra responsabilidad es cuidar esa tradición, respetarla y, en la medida de lo posible, hacerla resplandecer.
Por ejemplo, rescatando la fiesta que los Reyes Católicos mandaron celebrar el l8 de junio, y que fue durante siglos una de las fiestas más importantes de España. Tan importante fue, que los bailes típicos de la ciudad, las malagueñas, se extendieron por toda la mitad sur de España y por Centro y Sud América. Todavía hoy, se bailan malagueñas, con el mismo nombre, en Murcia, Canarias, Venezuela, México, Colombia y Cuba.
Vale recordar que la malagueña más famosa en todo el mundo es cubana, la malagueña de Lecuona.
Si una de estas noches, cuando crucen ustedes el puente de Armiñán, ven brillar dos pequeñas luces azules allá por donde se alza el colegio del Mapa, sepan que están contemplando la impronta de aquellos dos hermosos y valerosos jóvenes malagueños, la huella del suceso que representa la más vieja, más hermosa y más genuínamente nuestra de las tradiciones malagueñas.
Para vivir con esperanza cierta de futuro, para aspirar a ser tan importantes y prósperos como los que más, es indispensable que todos los malagueños podamos reconocernos juntos.
Para ello, es urgente que Málaga refuerce y pregone a voces sus propias señas de identidad.
Cantar y bailar nuestra música, celebrar nuestras fiestas como se han celebrado aquí durante milenios y no imitando a nadie, ser devotos de nuestros propios santos y no de los demás son necesidades que, una vez cubiertas, nos permitirán ser un pueblo cada vez más importante.
Es indispensable amar, cultivar, desarrollar y mantener vigentes nuestras propias tradiciones.
Si queremos que Málaga sea una ciudad próspera, es indispensable que estemos todos en sintonía, ser intérpretes del mismo lenguaje, un lenguaje reconocible como propio, original y no copiado de nadie, para ser solidarios en el progreso y la superación.
Si queremos que Málaga sea una ciudad famosa, envidiada, progresista y moderna, es indispensable que sepamos mantener lo antiguo, es indispensable que Málaga no imite a nadie y que cultive su propia personalidad.
Nadie que no respete, ni cuide, ni mime sus tradiciones más vernáculas... es verdaderamente moderno.
Con sus túnicas divinas
que la luz besa temblando,
llevo vivas y saltando
las relucientes sardinas.
Sus escamas cristalinas
el fuego dora y halaga
y el apetito propaga
su olor grato y peregrino
entre las cañas del vino
de la andaluza moraga.
Moraga andaluza...
Dijo Salvador Rueda, pero todos estaremos de acuerdo en que no puede haber un plato más malagueño. La mitad de nuestra cultura culinaria es marina... el gazpachuelo, la sopa de rape, las arencas, las anchoas...
Nuestra cultura es marítima, casi todo lo que somos, sentimos, cantamos y soñamos... nos ha llegado por mar.
La mar es entre nosotros una realidad omniprensente... mientras acarician las olas estas playas donde están varadas todas las culturas del Mediterráneo.
La mar ha dado sentido a nuestras vidas, nos ha dado fisonomía, lengua, leyes, arquitectura e historia.
La mar es generosa con nosotros, es pródiga aunque casi la hayamos esquilmado, pero de vez en cuando nos cobra sus favores. Aunque sea de tarde en tarde, llega el levante y el mar, que casi siempre nos acaricia, se encrespa con el temporal.
En tales ocasiones, no es raro que arrebate a la playa algún pescador. Tal vez se lo lleva el mar como si exigiese un sacrificio ritual en pago de tanta luz y tanta vida como nos da.
Yo sé la historia de uno que se llevó.
Fue aquí cerca, en la bahía.
Me lo contó un marengo de sonrisa tímida y mirada triste como un naufragio.
Una madrugada, salió un joven pescador a la mar y no volvió.
Era joven, rebosaba vida y esperanza... y no volvió.
Tenía treinta siglos de mar en la piel y, en el corazón, un amor a punto de consumarse. Y no volvió.
Su padre, marengo viejo, y reumático, y requemado, lloró su pérdida, pero no halló consuelo en el llanto. Gritó su dolor a los dioses marinos y tampoco halló consuelo en la blasfemia.
Proclamó entonces al viento su odio profundo a la mar.
Como tampoco con la expresión de su odio encontró consuelo, tomó arena y cal, rebuscó unos cascotes y tapió la puerta y las ventanas de su casa, para que no mirasen al mar.
Desde aquel día, la casa, construída para ver las barcas remontar la empinada cuesta del mar y para dar luego la bienvenida... desde entonces, digo, aquella casa no quiso saber nada de la mar.
Cuentan los marineros que un día, la mar, furiosa de celos, lanzó una ola contra aquella casa que le mostraba tanto desdén, y se la llevó completa, con todos sus moradores, a donde bailan en corro las caracolas.
El tributo que debemos al mar no es fábula ni retórica.
El mar nos dio cultura, sangre, idioma y fisonomía, gracias a los valientes que se enamoraron de esta tierra y algo debemos nosotros al mar, algo tendríamos que hacer para modificar nuestro desdén, porque tenemos los ojos un poco cegados de los polvos, los modos, los cantos y, tal vez, las cadenas que nos llegan de tierra adentro.
Los marengos del Palo o de La Misericordia, saben lo duro que es batallar con el mar. Pero siempre, después de más de treinta siglos de regalos constantes, continuamos teniendo el regalo exquisito que hizo cantar al Piyayo:
"...y este pescaíto, ¿no es ná?,
sacao uno a uno del fondo del mar.
Gloria pura es;
las espinas se comen también
que tó es alimento.
Así, despacito, nos relamemos mirando el prometedor vaivén de una orilla que no se cansa de parir.
Una orilla donde duermen o se desperezan todas las civilizaciones.
Una orilla que, a fuerza de acariciar esta playa, cambió su naturaleza y, así:
Antiguamente eran dulces
todas las aguas del mar,
se bañó una malagueña
y se volvieron salás.
También nos dota el mar de sal gorda, porque ya se sabe que es la que mejor conserva el pescado. Sal gorda, como la de aquel cenachero que pregonaba...
¡Abuja palá pa manojitos!....
O aquel otro cenachero, cuya mayor afición era el regateo. No podía vivir el hombre sin el regateo; era su vicio, su ciencia, la única gracia que le encontraba a sudar por las calles con los brazos desollados por el peso de los cenachos.
Salía a vender los boquerones y sardinitas dispuesto a cobrarlos a dos pesetas el cuarto. Pero, con objeto de dar pie a su afición del regateo, los pregonaba... "A duro, a duro el cuarto".
En todas las esquinas se producía la ceremonia del regateo que le hacía tan feliz; de dos reales en dos reales, entre tiras y aflojas, el precio se quedaba siempre en las dos pesetas que el marengo pretendía.
Una vez, una forastera que no sabía de la misa la media, le preguntó el precio:
-"A duro el cuarto" -respondió el cenachero.
La forastera, loca por llevarse a su cocina aquella maravilla, no regateó... y entregó el duro sin ninguna protesta.
Incrédulo, el cenachero alzó los hombros lleno de estupor, la miró de arriba abajo, y con un gesto de altivez, dijo:
-"¡Pos ahora no le vendo!".
Durante una parte de su historia, Málaga fue musulmana, y también para tal cultura fue Reina, Rayya, Al Malací, MALAGA .
Cantaron aquellos moros enamorados... a nuestra luz, nuestro mar, el dulzor inigualable de nuestros frutos...
"Diremos que Dios distinguió especialmente a Málaga,
le dio en junto lo que repartió entre las demás ciudades.
Puso en ella todos los encantos
que a otros lugares negó.
En Málaga se hallan reunidas
las lisuras de los arenales,
la amenidad de los montes
y la fertilidad de los cultivos".
Amaron los moros profundamente a esta tierra y la cantaron con nostalgia dolorosa y desesperada en Sevilla y en Nápoles, donde los Reyes Católicos vendieron como esclavos a los once mil malagueños que encontraron cuando tomaron la ciudad.
Con la nostalgia del amor añorado, lloraron durante generaciones los cautivos malagueños su paraíso perdido, lloraron a Málaga en Nápoles y en Túnez, en Fez y en Tetuán.
Cantaron con el mismo dolor que han cantado no hace demasiado tiempo los malagueños que debieron emigrar a Suiza, Francia, Alemania e, incluso, América.
Cantaron la dulzura de los higos que no tiene comparación con ningún sabor que uno pueda catar en el mundo.
Cantaron la luz líquida, mezcla de sol, oro y plata, con que nos ilumina la naturaleza.
Cantaron el verdor difícil y costoso de nuestra hoya.
Cantaron la música con que suena la brisa de nuestro mar.
...
La tradición y la devoción hacia los santos patronos de Málaga, Ciriaco y Paula, continuaba muy vigente, muy viva, cuando nos invadió Napoleón.
Antes, en 1604, habían sido consagradas dos imágenes de plata maciza de los Santos Mártires, costeadas por suscripción popular.
Dos imágenes de plata que tenían cada una casi un metro de alto.
Pueden ustedes figurarse que los franceses que se trajo Napoleón no llegaron de rositas.
Málaga acababa de salir de una epidemia de peste, que había ocasionado la muerte de once mil quinientas personas, la cuarta parte de los malagueños de entonces, un cuarto de una ciudad muy populosa para la época y con una importancia semejante a Barcelona.
Como esta ciudad de nuestros amores parece condenada a vivir entre la luz y las sombras, a remontar la adversidad para caer en otra adversidad peor, nuestros bisabuelos no se habían repuesto de los estragos de la peste cuando a Napoleón se le ocurrió meter a España en su imperio.
Poco después del 2 de mayo, el 3O, para ser exactos, el municipio de Málaga declaró la guerra a los franceses.
Aunque no se hable mucho de ello, los malagueños fueron protagonistas destacadísimos de la victoria sobre los franchutes en la batalla de Bailén... y cuando Napoleón reaccionó con ira por los descalabros que sus ejércitos sufrían en España, traspasó Sierra Morena, invadió Andalucía en enero de 1810 y... Málaga, la muy noble y muy leal, como tantas veces en su historia, continuó empecinadamente opuesta al invasor.
Por ello, cuando bajaron de Granada los nuevos bárbaros y consiguieron penetrar en una ciudad mal pertrechada, casi convaleciente de la peste amarilla y dividida en bandos, los franceses entraron a saco.
El 5 de febrero de 1810, Málaga vivió una estremecedora pesadilla a manos de los franceses.
A la furia de los malagueños, respondieron los napoleónicos con saqueos puerta por puerta, violaciones de muchachas, asesinatos de ancianos, mujeres y niños, incendios y profanación de iglesias.
Los oficiales franceses no intentaron siquiera frenar a sus hordas, una turba enloquecida según los poquísimos supervivientes, y Málaga, como tantas veces desde su fundación, amaneció teñida completamente de rojo, rojo sangre, rojo que se derramaba como una riá desde la Plaza de las Cuatro Calles hasta el puerto.
Aquella noche de cuchillos largos de Napoleón nos dejó sin un duro porque arramblaron con todo lo que encontraron de valor.
Desaparecieron incendiados o volados hermosos edificios, muchos de los que habían originado el título de Málaga la Bella.
Y, cómo no, los franceses de Napoleón nos robaron nuestro mayor tesoro, las estatuas de plata de nuestros santos patronos, los Santos Mártires Ciríaco y Paula.
Perdimos mucho aquella noche y seguimos perdiendo en los meses siguientes y, para perder en manos de Napoleón, hasta perdimos cuando se retiró, vencido, de Málaga, el castillo de Gibralfaro, orgulloso fortín que los franchutes volaron mediante una escalofriante explosión.
....
De tantas vicisitudes que esta ciudad ha padecido, de tantas cosas que se nos han ido quedando por las esquinas de la historia, hay sin embargo un don que esa misma historia ha dado a nuestra naturaleza, a nuestra manera de ser, y que nadie nos puede quitar.
Ese don es el gracejo, el sentido del humor.
Por grandes que sean nuestras dificultades, como las de esta hora, siempre nos queda eso, el gracejo.
El gracejo fue lo que arropó una de nuestras más célebres creaciones: EL CAFE DE CHINITAS.
En el café de Chinitas
dijo Paquiro a su hermano:
"Soy más valiente que tú,
más torero y más gitano".
Cantó García Lorca a nuestro nombre frívolo más célebre.
Pero no siempre ni a todas horas fue el Café de Chinitas un café tan pasional y solemne.
Según me contaba Manolo Blasco, el Chinitas, era, sobre todo, el templo del gracejo malagueño.
En el Café de Chinitas se conformó y tomó carta de naturaleza gran parte de lo que ahora conocemos como cante y baile flamenco, pero, según los que fueron clientes fieles, habituales, protagonistas, como Manolo Blasco, el Café de Chinitas era un lugar inmensamente divertido, el más malagueño de los cafés imaginables.
Muchos de ustedes recordarán ciertos versos, más verdes que la yerbabuena, de la versión de Don Juan Tenorio que se escenificaba cada mes de noviembre en el Chinitas.
Esa versión, recuerden, Don Juan, Don Juan..., etc. etc., todavía es célebre en toda España.
El mar nos ha dado su sal, y tenemos la responsabilidad de prodigarla.
No sólo por ser simpáticos porque sí, sino porque, aquí y ahora, en esta coyuntura, la simpatía puede ser un capital con el que obtener dividendos en forma de los varios millares de puestos de trabajo turístico que es, todavía, posible crear en la ciudad de Málaga.
El gracejo se revela también en nuestro lenguaje.
El lenguaje malagueño tiene carta de naturaleza.
Rama importante del lenguaje andaluz, no es sin embargo, exactamente lo mismo.
Inventamos, por ejemplo, un dicterio que no tiene punto de comparación; MERDELLÓN.
No es posible inventar un adjetivo más sonoro ni más onomatopéyico.
Decía un chistoso malagueño que su vecina era tan merdellona, que si se ponía un clavel en el pelo... ¡le agarraba!....
...Luego, llegaba la vecina y, para vengarse, decía que su vecino era tan merdellón, que si tiraba sus calzoncillos al suelo... ¡andaban solos!.
Esa sonora palabra, "merdellón", es tan característica..., que podemos olvidar que también hemos creado expresiones tan resolutivas como ¡naturaca!... o "formar un espoleo"... o "peorrón"..
Es rico el lenguaje específicamente malagueño, como corresponde a una ciudad con solera, con profundas raíces históricas y con la suficiente entidad como para contar con códigos propios.
El amor a la ciudad donde se vive es un amor natural, aunque no sea más que por aquello de que el roce hace el cariño.
Pero es que nosotros tenemos razones sobradas para amar reverencialmente la tierra que pisamos.
Y no sólo por aquellos personajes prodigiosos de cuyo paisanaje podemos vanagloriarnos, como Cánovas del Castillo, Pedro Romero, Ibn Gabirol, Picasso, Blas Infante o Salvador Rueda, sino, también, por gente que en un sentido u otro pone alto nuestro pabellón o pasea el nombre de Málaga por el mundo...
Ahora hay un paisano, que ejerce verdaderamente de paisano, del que podemos enorgullecernos con todas las de la ley; Antonio Banderas.
Ahí tenemos, también, a Maria Barranco, pregonando su malagueñismo a todas horas en todas las entrevistas y en todas las televisiones.
También está Fernando Hierro, que alardea de su origen con verdadera pasión.
Y podemos presumir de Manuel Alcántara, Alfonso Canales, José Infante, Enrique Llovet...
Recuerden a Pepa Flores, Marisol, un relámpago de salada belleza que iluminó una década del cine español.
Recuerden a Antonio Molina, una forma malagueñísima y originalísima de entender el cante y a quien adeudamos, todavía, el alzamiento de un monumento, porque, al menos en este siglo, ha sido quien más y mejor cantó a Málaga.
Antonio Molina es alguien de cuyo paisanaje tenemos razones de sobra para que se nos llene la boca de satisfacción.
Y luego están los casos de prodigiosa belleza, esos casos que han dando a Málaga merecidísima fama de tierra de mujeres hermosas, como Remedios Cervantes o Amparo Muñoz o... alguien a quien el cine español debe una película por lo apasionante de su vida.
Cuando yo era niño, era común en Málaga un dicho: "Es más rico que el maharajá de Kapurtala".
La alusión a un lugar tan exótico y remoto tenía su explicación. El maharajá de Kapurtala se había enamorado locamente de una malagueña y se casó con ella.
Encarnita Perraut, una inquieta y laboriosa malagueña que es profundamente conocedora de nuestras tradiciones y nuestras cosas, la llama, en un documentado poema, "Cenicienta malagueña"
Efectivamente, la historia de la malagueña Anita Delgado es como un cuento de Cenicienta actualizado.
Salió de Málaga como bailarina y llegó a Maharaní.
Un caso de belleza malagueña deslumbrante.
Un caso que, como podemos ver aquí mismo, se repite en esas caras conmovedoramente hermosas de todas nuestras muchachas.
Dice Alfonso Canales, ese discreto y maravilloso poeta con el que tenemos los malagueños la suerte de convivir, que la ciudad es prolongación de uno mismo, que nuestro cuerpo y nuestras cosas están indisolublemente conectados con la ciudad que nos alberga.
Lo ha cantado Canales en maravillosos poemas dedicados a las casas y calles de su niñez.
Si el entorno que nos envuelve es parte viva de nuestro cuerpo, vale decir, entonces, que si la ciudad que nos alberga enferma, también enfermamos nosotros.
Vale decir, entonces, que si la ciudad que nos cobija goza de buena salud, también mejora nuestra propia salud.
Por consiguiente, y aunque a veces nos olvidemos de ello, nuestra prosperidad y el porvenir de los nuestros están ligados a la prosperidad y el porvenir de Málaga. Si Málaga es próspera y progresista, nosotros podemos aspirar a ser prósperos y progresistas. Si los malagueños consentimos que la ciudad sea pobre y decadente, nuestro destino será de pobreza y decadencia.
Conviene recordar que si, a veces, no se nos trata del todo bien a los malagueños, tal vez sea porque no somos exhibicionistas de nuestro amor a Málaga... tal vez sea porque no exteriorizamos ante nuestros visitantes y nuestros gobernantes lo profundo y apasionado que es nuestro amor a Málaga.
El amor desarma a quienes quieran agredir o perjudicar el objeto amado.
La prosperidad de los países y de las ciudades no surge por casualidad. Surge del amor que sus habitantes sientan por ellos.
Vale decir:
Cuanto más amemos a Málaga, más puede nuestra ciudad progresar. Y, en consecuencia, cuanto más amemos a Málaga, más podrá Málaga ofrecernos en relación con la calidad de nuestra vida y el futuro de los que nos sigan.
Y el amor tiene ser activo. Hasta en los matrimonios más viejos, es necesario dar constantes pruebas de amor. Nuestro amor por Málaga, por este ser colectivo que forma parte de nuestro propio cuerpo, tiene que ser militante, diariamente renovado y pregonado, para que nadie sienta la tentación de perjudicarla.
Málaga la Bella.
No es un título el de bella que nosotros, en plan papanatas, le hayamos puesto a nuestra ciudad.
El título se lo otorgaron los que, al llegar, quedaban deslumbrados por su belleza.
...Como el secretario del cardenal Mendoza, inspirador de los Reyes Católicos.
Decía el secretario del cardenal, en una carta escrita a finales del siglo XV, que "de allí, con el ejército vencedor se dirigió a Málaga, ciudad marítima y la más hermosa y mejor guarnecida de las ciudades de Hispania".
Es la belleza de la ciudad lo que, de manera más inmediata, puede convertirla en próspera.
Sé que podría parecer frivolidad, pero no lo es.
....
Dicen que cuando uno desea apasionadamente algo y mantiene con fuerza el deseo durante largo tiempo, ese algo acaba volviéndose realidad.
Los malagueños necesitamos desear fuertemente y todos juntos muchas cosas.
Si todos deseamos a la vez esas cosas y las deseamos con empeño y con tesón, tal vez se conviertan en realidad.
Para que la ciudad llegue a ser una metrópoli armónica y vertebrada, necesitamos desear con vehemencia que se haga realidad la Gran Vía del Guadalmedina.
Málaga no es ya una pequeña ciudad provinciana, sino que por suerte o por desgracia está en vías de ser una gran urbe. La Gran Avenida del Guadalmedina sería la espina dorsal que los dispersos barrios malagueños no tienen ahora. La espina dorsal que haría que todos nos reconozcamos juntos, que todos nos reconozcamos como miembros de un mismo cuerpo.
Pero hay que desearlo con pasión y con el convencimiento de que es posible, que se puede materializar. Hay que desearlo con pasión y haciendo sordos los oídos ante quienes, presos de su propia mediocridad, presos de su propia cobardía, dicen que no es posible construir el Gran Paseo del Guadalmedina.
Necesitamos desear la Gran Vía del Guadalmedina, porque, sin ella, nunca habrá aquí una verdadera gran ciudad coherente, unida y vertebrada.
Para que podamos convivir con cierta calidad de vida, necesitamos desear con verdadera fuerza que se realice el Parque de La Virreina.
Para que los niños aprendan a amar la naturaleza, necesitamos un gran parque, porque el paseo del Parque, por su reducida dimensión, es sólo eso, un paseo, riquísimo desde el punto de vista botánico, pero no es un parque verdadero.
Para que los mayores puedan relacionarse o jugar a la petanca o, sencillamente, contarse sus chismes y sus batallitas, necesitamos un gran parque urbano... que no tenemos.
Para hacer deporte, para pasear, para respirar... necesitamos el Parque de La Virreina.
El nuevo Plan General de Málaga ha previsto que se construyan bloques en ese extenso espacio, el único gran posible parque que nos queda de las Rondas para adentro, y sé que las cinco fincas que componen la antigua hacienda de La Virreina fueron vendidas a una urbanizadora madrileña.
Podemos impedirlo. Tenemos derecho a impedirlo.
Sería un crimen que en La Virreina se amontone un barrio después de talar la última arboleda que le queda a Málaga. No tenemos otro espacio interior donde plantar un parque de gran dimensión, con empaque y capaz de cubrir las necesidades de los malagueños.
Sería una gravísima omisión no expropiar inmediatamente esas cinco fincas.
Sería un error histórico que los malagueños permitamos que crezcan bloques, en vez de árboles y palmeras, en esas colinas, que podrían ser una maravillosa ampliación urbana de la finca de La Concepción.
Por nuestra calidad de vida y, sobre todo, por la calidad de vida de los que nos seguirán, necesitamos ansiar con ímpetu que se haga realidad el Parque de La Virreina.
Si es verdad que, cuando se desean las cosas con delirio, esas cosas llegan a estar a nuestro alcance, necesitamos ansiar que Málaga vuelva, cuanto antes, a merecer el título secular de "MALAGA LA BELLA', porque si fuésemos capaces de conseguirlo, sería posible que la nuestra se convirtiera muy pronto en una ciudad próspera, donde hubiera trabajo para todos, donde los hijos que ahora crecen tuvieran esperanza, donde los hijos que les sigan tengan porvenir.
Necesitamos desear con verdadera pasión, incluso con locura, que Málaga sea "la bella" en todos sus rincones, en todos sus barrios y, sobre todo, en el recinto donde se amontonan casi cuatro mil años de historia, ese casco antiguo que, según afirman los que saben, es todo él un riquísimo yacimiento arqueológico donde, si se escarba un poco, es posible encontrar vestigios de decenas de culturas mediterráneas.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario